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Este texto lo escribí en 1991. Por aquel entonces, yo estaba intentando escribir un cuento para el concurso del instituto (por aquel entonces cursaba COU); pero lo que preocupaba al mundo era la guerra del golfo, que despertaba recuerdos del holocausto nuclear que parecía recién olvidado. Quizá esa obsesión tenga algo que ver con el ambiente apocalíptico; en cualquier caso, a mí siempre me han gustado los ambientes apocalípticos.
© Copyright 1991, 2000 José Gabriel Moya Yangüela. Este texto puede ser reproducido libremente siempre y cuando 1) se cite la fuente 2) la reproducción del texto sea fiel al original e incluya esta nota de copyright y 3) no se impida a terceros su reproducción.
Un día |
8 de abril de 1991 |
Salió de su casa y no recordaba dónde iba. No le importaba. Su único objetivo era llegar a alguna tienda donde vendieran un poco de pan, para comer como en los viejos tiempos. Llegó a su casa agotado tras el largo paseo por las calles y se preguntó si valdría la pena realmente su sueño. Quería pan.
Ahora no se encontraba en un estado tan lamentable como hacía diez años. En aquella época había perseguido ratas por las alcantarillas en busca de sustento. No, ya no tenía que preguntarse de dónde procedería la carne que engullía ansiosamente en el almuerzo, ni temería contraer enfermedades y acabar muriendo como Jaime Martínez, aquel pobre chico que contrajo la peste bubónica, quien como médico que era y sacrificando su existencia les rogó que le quemaran vivo. Fue desagradable ver cómo ardía.
«No, no, yo no te quemé, Jaime. Yo me acordé siempre de aquellos tiempos en que me salvaste...Buenos tiempos, cuando el pan era barato...Sí, cuando el pan era lo único que la gente cocía...Qué hambre tengo...necesito pan, necesito encontrar a mi familia, necesito saber cuántas ratas me comí...Qué asco, Dios, las alcantarillas...»
Amanecía en el centro. En unas horas el sol traspasaría la densa capa de nubes -de dudosa procedencia- que cubría el sur, cuyas fábricas nunca habían dejado de funcionar.
A eso de las doce, Alfredo Domínguez bajó a la calle. A pesar de sus quejas, poseía un piso en la superficie, algo que millones de personas querrían robarle.
A eso de las doce, digo, abandonó su seguro hogar para enfrentarse a la vida en las calles. Confió en la competencia de la nueva policía -comentaban que aquellas personas vestidas de negro eran un cuerpo de guardia creado por la corporación vecinal- y dejó que sus piernas le llevaran a cualquier parte.
Tras una caminata encontró un portal vacío. Sobre el dintel había un cartel:"Panadería".
Entró. El olor de pan que llegaba a su mente y que parecía producto de su imaginación se hizo más y más espeso. Por fin, llegó a un mostrador colmado de hogazas,barras de pan, roscas, bollos y pastas. Una anciana, sentada en un banco, le miraba inquisitiva.
«Quisiera una pequeña barra de pan»,dijo él
«No puedo, señor»,dijo la mujer.
«Podré pagarla. He estado esperando este momento durante años»
«Lo siento, señor. Ya no vendemos el pan»
No pudiendo resistir un segundo más, golpeó a la señora. Hincó el diente a la barra y de su boca salió sangre tan espesa como la que brotaba de la mandíbula de la vieja. Escupió unos cuantos dientes y se abalanzó sobre ella para interrogarla.
«Lo siento, señor, hace años que tengo ese pan ahí. Lo conservé durante los años peores, cuando faltaba la harina, y después, cuando pude comprar un saco en los lejanos campos, descubrí que ya no sabía cómo hacer amasar, cómo hornear la masa...»
Pero no era eso lo peor. Lo que más dolía a Alfredo era que él, en los buenos tiempos, cuando las tahonas estaban repletas, había enseñado a su hijo pequeño a cocer el pan, porque Alfredo había sido también panadero...
Algún día los campos, como un mar, ondearían bajo el viento. Algún día, cuando volvieran a conseguir harina, cuando recordasen la antaño popular receta...
Un día.
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