Tito Causto (dos Historias)
© José G. Moya Yangüela
20 de Marzo 1997 

Tito Causto era bastante raro. Aseguraba que su familia procedía de un viejo clan de indianos arruinados, que habían sido bastante importantes allá por los tiempos de la revolución. Para no quedarse corto, añadía que un bisabuelo suyo había sido gobernador de Vitivilches, pero había vuelto a la madre patria tras una revuelta campesina. Causto contaba todo esto cada vez que el alcohol le entristecía, y sus amigos sonreían cada vez que un neófito, al escucharle, ponía cara de asombro y pagaba otra ronda. Lo más extraño de todo esto es que Tito decía la verdad, por más que sus amigos supusieran lo contrario.

Así que cuando comenzaba a mirar fijamente el vaso lleno de whisky que sostenía en la mano, y a lamentarse de la decadencia en que había caído, sus conocidos le proponían que se fuera a casa a dormir la mona. Obedientemente, se dormía y no volvía a hablar del tema hasta la siguiente ocasión en que se embriagara.

Vivía en la calle de la Cruz, lugar poco apropiado para el aristócrata decadente que fingía ser en los momentos en que se abandonaba a la bebida, pero no tan malo para el burgués venido a menos que era.
 

Del oscuro portal ascendían unas escaleras mugrientas que tras dos giros muy cerrados dejaban en el Principal que habitaba nuestro personaje. El piso era antiguo pero amplio y luminoso. Había pocos muebles libres de carcoma. Varias estanterías llenas de libros comprados en Moyano y el Rastro asombraban a sus escasas visitas, que creían que había leído todos. Aquel personajillo simpático y algo alcóholico era Secretario Perpetuo de una academia literaria olvidada, poeta autoproclamado, erudito y, en fin, un pobre y miserable profesor de instituto. Era feliz.

El sanctasánctorum de su hogar era el despacho, protegido por gruesas cortinas de la luz que entraba por los ventanales, y rodeado por estanterías de diversas épocas y estilos que tapizaban de libros todo hueco imaginable. Allí, decía, meditaba en compañía de los más grandes poetas.

Fue allí donde, un día de diciembre, uno de sus invitados descubrió, en una fiesta, el retrato del abuelo tras una estantería. Fue cuando, para impresionar a una amiga, cogió la Iliada en griego y -- sin saber de este idioma sino el alfabeto-- comenzó a recitar aquello de la cólera de Aquiles. La amiga, absolutamente aburrida por aquellos intentos, vió que donde estuvo el libro se veía ahora un cuadro. Y él, al notar este cambio de atención, comenzó a retirar el resto de los libros.

Entonces hallaron el retrato del gobernador de la provincia de Vitilches, pintado por Hipólito García. Por un momento pensaron que era verdad lo que Causto decía, pero al no figurar en ninguna parte el nombre del retratado, recordaron la frecuencia con que su anfitrión compraba antiguallas.

Sí; sin duda había visto el cuadro en un mercadillo y tras su adquisición había inventado el relato de decadencia familiar. A ninguno de ellos le importaba, porque aquel relato les divertía tanto que nunca se habían preocupado por su autenticidad, como nunca imaginarían hallar nada cierto en el relato de un viejo marino, o en el del anciano que fue combatiente. No; obviamente, el origen del cuadro, o el del mismo Tito, pertenecerían siempre a la ficción. Todos sus amigos se lo habían imaginado siempre como un novelista que construyó su propia biografía. Y se divertían cada vez que escribía un nuevo capítulo.

Así que se divirtieron mucho cuando el alboroto atrajo al resto de los invitados y su báquico huésped comenzó a hablar del buen abuelo cuyo retrato volvía a ser visible.


DRAMATIS PERSONAE

(para los amigos del juego de máscaras)

-- por orden de desaparición --


Personaje Intérprete
TIRESIAS, tebano, ciego y adivino Yo, o tú, o él, o J.
TÍTIRO, beocio. Despreocupado, a la sombra, enseña a las selvas a repetir el nombre de su hermosa Amarilis  Tú, o yo, o él, o G.
TITO CAUSTO Él, o yo, o tú, o M.
SEOANE, poeta argentino. Hay quien lo identifica con cierto gallego que pintó gauchos Él, o tú, o yo, o Y.

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Cese ya la funesta manía
de desambiguar encorchetando
pseudo-Noam, Ad grammatici, II

Es posible --sólo posible-- que Causto comprendiera de qué hablaba Seoane cuando --enfurecido por el desengaño-- comenzó a revelar abominaciones, injuriando --a su parecer-- a Títiro y Tiresias.

--No son normales. No, no son como nosotros. Miradles a los ojos y ved la sed de mal en su mirada. Seguidles ocultos en la sombra; comprobad la extraña manera en que se desvanecen.

»A Títiro le ví transfigurado, pálido a la luz de un sol en el ocaso. Vi su inhumano rostro, y la sonrisa demoniaca con que respondió a mi mirada. Escuché con horror un alarido y su sombra bailó sobre un charco de sangre.

--Sin duda has enloquecido. Seoane, gaucho loco, leíste demasiada poesía romántica.

--Pero, ¿no es posible que se rompiera el espejo por su culpa?

--Seoane, poeta fingidor, no desbarres. Nunca hubo en mi casa espejo ni sombra alguna, pues ya sabes que siempre fui enemigo de sacrificar almas.

El osado testigo de transfiguraciones creyó ver, por un momento, un fondo de sangre en la mirada del ínclito Causto. Y desde entonces hasta ahora siempre nos ha aconsejado evitar la compañía de su maestro.

Por lo que a este respecta, dicen las malas lenguas que adora a la Magna Máter en la nocturnidad de las bodegas, y no debe de faltarles razón, a juzgar por los gritos que rasgan la madrugada en la madrileña Calle de la Cruz.

Así era Causto: Ni sombra, ni reflejo, ni alma tenía que le oscurecieran. Pálido bebedor nocturno, oscuro transeúnte de los días, había quienes le creían licántropo, o al menos degustador del rojo maná, ladrón de vidas. Era otra más de las leyendas que trajo su abuelo de allá de Vitivilches; un relato que nunca había contado su protagonista, pero que el vecindario había hecho perdurar durante dos generaciones, incluso en Madrid.

Probablemente Seoane había asociado con Títiro y Tiresias rumores que atañían sólo a su amigo común. O bien es que los había visto en verdad desnudos de sus máscaras.

Seoane aprendió, finalmente, a apreciar el delicado arte de sus compañeros de noches; sin embargo, otros dicen que fue el poeta argentino mismo el que, durante dos meses, contempló fascinado los ojos viperinos del inquilino de Cruz, número cinco.

Si hemos de dar crédito a estos últimos, el dieciocho de octubre --no recuerdo el año-- un vaso se rompió, no por casualidad, y se cortó con él quien supondrá el lector, haciendo que manara cálida sangre de su herida. Ni el bibliófilo licántropo ni sus vampíricos amigos reaccionaron como esperaba, sino que se limitaron a vendarle la herida hasta que cesara la hemorragia.

En cualquier caso, están todos de acuerdo en que para diciembre había vuelto a la cordura.



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