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Copyright 1994, 1995, 2000 José Gabriel Moya Yangüela.

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DECLARACIÓN DE PRINCIPIOS

--¿Todavía sentado ante el ordenador? Pero, ¿se puede saber qué haces, hijo?

¿Cómo explicarles qué hago? ¿Cómo van a entender que, en principio, estoy tratando de aprender cómo funcionan los controladores del viejo MS-DOS, que estoy desarrollando un dispositivo loop, o que, en resumidas cuentas, estoy tan aburrido de lo que está ahí fuera --y de lo que está aquí dentro-- que me he puesto a programar para perder el tiempo?

--Nada, mamá. Una cosa para ahorrar espacio en el disco.

--Hoy no has estudiado nada, hijo. No has hecho otra cosa que estar ahí sentado. Con lo malo que es para la vista...

Estudiar... Cada vez que miro los libros me avergüenzo de lo que otros han escrito... y de no llegarles, aun así, ni a la suela de los zapatos... Para eso prefiero consultar una y otra vez, hasta sabérmelo de memoria, el documento que contiene las especificaciones de la Interrupción 21h (subrutina 44h), o engolfarme en el desensamblaje de los programas de quienes me han precedido en el intento... Aquí sentado, sí, porque si me siento en una biblioteca, tampoco conseguiré estudiar; si me recuesto en el sofá, la tele atraerá mi atención con su dosis exacta de aburrimiento; si me acurruco en un sillón, e intento leer, comenzaré a notar la fatiga en mis ojos... Fatiga que sólo consigo olvidar mientras la pantalla ejerce su fascinación, por más que sea ella quien la acrecienta.

--Ahora me iré a la cama, mamá.

Toda una vida mis dedos sobre el teclado, desde los catorce, o quizá antes. Toda una vida amando a la máquina sobre todas las cosas, adorando al ordenador en un rito pagano en que me sacrifico.

Y, sin embargo, en tu adolescencia decidiste no hacer de ello una profesión: sueles decirte "si todos esos informáticos fueran suficientemente hábiles, haría mucho tiempo que ya no serían necesarios." Pero, en realidad, temes un enfrentamiento con quienes pueden saber más que tú. Entre los no iniciados, eres el Sacerdote; entre los fieles, eres otro más. Quizá por ello te gusta utilizar los programas más antiguos en ordenadores obsoletos; quizá por ello reniegues de la triple uve doble.

--Menos mal que tú no tienes modem. Si no, te veo como a tu primo, horas y horas en Internet. Menuda factura de teléfono.

Una vez quisiste tenerlo. Cuando conociste a aquella chica... Ya perdiste su dirección electrónica. Ya olvidaste su nombre. No era más que una de tantas a las que nunca trataste de decir --si bien tuviste ocasiones-- que las querías.

Es verdad, te cuesta comprender a las mujeres... Tampoco a los hombres los comprendiste nunca.

En ocasiones, algún conocido te pide que le ayudes a arreglar un ordenador. El problema suele ser la instalación de una nueva tarjeta. Hay que instalar los controladores, y entonces el ordenador se queja. Hay que volver a arrancar, y se sigue quejando. Hay que borrarlos, y entonces, como un drogadicto, la máquina los pide de nuevo, y se los apropia, agradecida. Es entonces cuando tu amigo, tu vecino, tu primo, dice: "¡Hay veces que no entiendo a los ordenadores!"

Y es en tales ocasiones que recuerdas que tú nunca, lo que se dice nunca, comprendiste a las personas. Algo, quizá, a las que te rodean: incluso estas te sorprenden a menudo.

Por eso es más fácil hablar con un ordenador que con una persona, aunque de la máquina no se pueda esperar afecto. Pero tampoco odio, ni traición. La máquina --te dices a tí mismo-- carece completamente de inteligencia y de malicia. Puede ser peligrosa, sí, como una fiera salvaje. Pero desconoce absolutamente lo que son las buenas intenciones. Nunca tratará de robarte, por rico que seas, ni de matarte, por despreciable que sea tu linaje, ni de ponerte en ridículo, por mucho que lo merezcas. Más bien, te robará o te matará sin motivo alguno, por ridículo que ello pueda parecerte. Sí: lo que buscas en la máquina es su carencia de sentimiento. Pues los seres sentimentales son irracionales, impredecibles, peligrosos: ¿por qué ibas a desearlos?

Pero no te engañes. ¿Alguna vez, acaso, has temblado al tocar un ordenador? ¿Cuántas has sentido un estremecimiento al verlo, y has deseado un abrazo? ¿Cuántas has sentido que sólo escuchar su voz ya es un consuelo?

Deja de pensar en ello; vuelve tus ojos hacia el monitor. Sigue ahí, tecleando mnemónicos en el ensamblador, mientras tratas de olvidar que hace un mes que no te llama.

Jose (root@darkstar), Madrid, 25-IX-1999